“El informe Calarcá”. Los archivos, la duda y la prueba de fuego para el Estado
La filtración de documentos sobre presuntos vínculos entre disidencias de las FARC y funcionarios estatales ha sacudido al país. Pero, más allá de la urgencia por esclarecer los hechos, el contexto político revela intereses, beneficios y posiciones que no pueden ignorarse.
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Dirección de investigación -CIAM-
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Entre el 23 y el 25 de noviembre de este año, la Unidad Investigativa de Noticias Caracol publicó un paquete de “archivos” (correos, chats, cartas, fotos y otros documentos) que -según ese medio de comunicación- provienen de dispositivos incautados el 23 de julio de 2024 en un retén militar realizado en Anorí (Antioquia). Allí se interceptó una caravana donde iba Alexander Díaz, alias “Calarcá Córdoba”. Esos archivos describen presuntos contactos y coordinaciones entre esa disidencia – el Estado Mayor del Bloque Frente (EMBF) – y algunos funcionarios que hoy se encuentran vinculados al Estado colombiano bajo el actual Gobierno. Se trata, en especial, del general Juan Miguel Huertas del Ejército Nacional y de Wilmar Mejía, de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) quienes estarían involucrados en la filtración de información reservada que facilitaría movimientos o evitaría operativos contra las disidencias farianas, e incluso aludirían a la idea de montar una empresa de seguridad con el propósito de “legalizar” a sus hombres. Además, habría menciones a supuestos aportes que el EMBF habría hecho a la campaña de Gustavo Petro en 2022.
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Tras la publicación, el presidente de la República ha puesto en duda la autenticidad del material y ha pedido una verificación forense del mismo, mientras que la Fiscalía General de la Nación (FGN) anunció la apertura de ciertas líneas de investigación por posible cooptación y en relación a otras hipótesis. La Procuraduría General de la Nación, a su vez, ha suspendido provisionalmente a Huertas y a Mejía mientras avanzan las indagaciones.
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En la respuesta del Gobierno se ha visto un libreto doble -y por momentos contradictorio- que va de la defensa política a la apertura institucional, pues el presidente Gustavo Petro pasó de desestimar el contenido como parte de una operación de “desinformación” a ordenar (la noche del 26 de noviembre) exámenes de informática forense sobre los chats y correos y a pedir verificación técnica del material. En paralelo, el ministro de Defensa Pedro Sánchez Suárez, anunció la apertura de una investigación interna al conocerse el paquete de archivos (24 de noviembre) y el comandante de las Fuerzas Militares, almirante Francisco Hernando Cubides, habló de pesquisas “de rigor” y “cero tolerancia” frente a alianzas con criminales. La propia DNI, por voz de su director Jorge Lemus, afirmó no conocer los supuestos vínculos y apeló a la presunción de inocencia; y, cuando la Procuraduría decretó la suspensión provisional (27 de noviembre), el ministro del Interior Armando Benedetti reconoció que la decisión los dejó “fríos”, aunque dijo respetar la autonomía del órgano de control. En el flanco político-electoral, la vicepresidenta Francia Márquez negó tajantemente cualquier nexo o intermediación y dijo que “no existe ninguna prueba fehaciente” que la vincule con grupos armados ilegales.
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La oposición, por su parte, olió sangre y activó el Congreso como caja de resonancia. El Centro Democrático radicó un debate de control político el 26 de noviembre para citar al ministro de Defensa y pedir explicaciones por los presuntos nexos y por el manejo institucional del caso. A ese movimiento se sumaron pronunciamientos que, más allá de exigir renuncias o “cabezas”, apuntan al corazón de la disputa, pues cuestionan si la “paz total” está siendo erosionada por una infiltración real o si el Gobierno está usando la duda forense para ganar tiempo mientras se recalienta el calendario electoral. Y en el terreno jurídico-político, también se han reportado quejas formales radicadas contra el presidente y otros funcionarios por presunta infiltración, en un esfuerzo por judicializar el debate público y obligar a dar respuestas suficientemente documentadas.
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Más interesante -y menos ruidosa que los micrófonos del Capitolio- ha sido la reacción de la sociedad civil organizada. La Defensoría del Pueblo, en un pronunciamiento del 25 de noviembre, habló de una “profunda preocupación” y pidió la activación de mecanismos efectivos para la verificación, e insistió en que las disidencias deben liberar de inmediato a los niños, niñas y adolescentes reclutados dando señales reales de compromiso con la paz, al tiempo en que instó al Estado a esclarecer si hubo o no alianzas de uniformados con estructuras ilegales en zonas mencionadas por la denuncia. En clave más técnica, diríase que los centros de pensamiento como la Fundación Ideas para la Paz (FIP) convirtieron el escándalo en una especie de diagnóstico: más que un “hecho aislado”, sería un síntoma de fallas estructurales en el ecosistema de inteligencia (deterioro de capacidades, politización, tensiones de interagencia, etc.), mientras algunos análisis periodísticos han subrayado que el episodio deja ver las debilidades en los controles y protocolos de supervisión que permiten que la información estratégica sea comprometida.
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Si uno se permite respirar antes de trinar, es bastante incómodo lo que ocurre. El caso “Calarcá” no solo propicia una discusión publica acerca de lo que pasó con la informaicón (la autenticidad, la cadena de custodia, las responsabilidades), sino también acerca de qué tipo de Estado tenemos cuando una investigación periodística obliga a que la Fiscalía, la Procuraduría, las Fuerzas Militares y la Casa de Nariño se alineen -a veces tarde, a veces a destiempo- en torno a la verificación de pruebas digitales. Además, el escándalo cae en una coyuntura en la que el Gobierno diferencia su trato hacia las disidencias (negocia con el grupo de Calarcá mientras mantiene una ofensiva contra otras facciones), lo que hace que cualquier sospecha de filtración o “pacto de no agresión” tenga un costo inmediato sobre la legitimidad de la mesa. Y, como telón de fondo, el país entra a las elecciones de 2026 con un ecosistema informativo cada vez más susceptible a la propagacion de campañas de desinformación y de guerra narrativa, un riesgo que organizaciones como la MOE vienen monitoreando con iniciativas específicas de seguimiento a las narrativas de los medios masivos de comunicación.
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Haciendo un balance progresista -no de bancada, sino de principios ético-políticos- el dilema es muy claro: la paz no puede sostenerse sobre zonas grises, pero la justicia tampoco puede operar como una especie de linchamiento. El progresismo, aquí, no se define por “cerrar filas” para proteger nombres propios, sino para abrir la evidencia a una verificación seria (forense), acelerar las investigaciones y depurar las responsabilidades caiga quien caiga; y, al mismo tiempo, para impedir que una denuncia todavía en fase de prueba se convierta en excusa para dinamitar cualquier salida negociada al conflicto armado. El verdadero punto ciego no es sólo si hubo interlocuciones indebidas, sino qué tan frágil es el control civil y democrático sobre la inteligencia y qué tan fácil resulta capturarla o degradarla; por eso, si el caso deja algo útil, debería ser una ruta de reforma: más trazabilidad, mejores filtros, menos politización, y un estándar institucional donde la “presunción de inocencia” no signifique inmovilidad.

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