Centro CIAM

Anotaciones para ampliar el debate: contrato social y plan de desarrollo

Camilo Andrés Delgado Gómez

 

Se ha popularizado entre lo que podríamos denominar, recordando a Gramsci, los “intelectuales orgánicos” de izquierda, la idea del nuevo contrato social para Colombia. Está claro, es necesario. No es un capricho de un gobierno que pretende cambiar las lógicas con las que se ha gobernado el país en sus 200 años, ni de una izquierda que, siendo por primera vez gobierno, pretende unos consensos mínimos para subsistir como opción de poder después del 2026.

 

Para este tipo de intelectuales está claro también que el nuevo contrato social no debe pasar por una constituyente, sino que debe ser un conjunto de ideas en las que se fundamente una nueva comunidad política que, reconociendo su pasado, pueda mirar al futuro. A nombre propio, estudié la propuesta hecha por el Director de investigaciones del Centro de Investigación, Análisis y Mediaciones (CIAM), en la que, planteando lo anterior, sugiere que debe ser el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno, Colombia, Potencia Mundial de la Vida, 2022-2026, las bases ideológicas para este nuevo contrato social. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con esto, no puedo pretender desconocer lo que es un contrato social, aunque tampoco puedo dejar de ver la importancia de esta propuesta.

 

Si es que quisiéramos seguir esta teoría, un contrato social no es un cúmulo de pretensiones dirigidas a ser ejecutadas en un territorio determinado, sino unos consensos mínimos que permitan la sana y segura convivencia en dicho territorio, no es, entonces, un programa ideológico de un grupo mayoritario o minoritario de la sociedad, es un acuerdo por el cual la sociedad en su conjunto, entre ella todas sus facciones, se compromete a respetar ciertas garantías individuales y colectivas, ciertos derechos.

 

Como es sabido por cualquiera que haya estudiado mínimamente la historia constitucional del país, en Colombia esto no ha sucedido en sus 200 años de existencia. Ni nuestra olvidada declaración de independencia, ni ninguna de nuestras constituciones políticas han construido un consenso mínimo para la existencia sana y segura de esta comunidad política. Como bien lo expuso Hernando Valencia Villa, en el siglo XIX colombiano, guerra tras guerra, cada constitución era el resultado de las consignas del vencedor. No era un contrato social, era un plan de gobierno impuesto al adversario como único fin político posible para la nación, lo que hacía detonar la siguiente guerra. He aquí una de las razones por las que el PND Colombia, Potencia Mundial de la Vida, 2022-2026, no puede ser visto como un contrato social, acaso sería una carta de batalla más.

 

La Constitución de 1991, que nos rige y que, ante los inconvenientes que se han visto en Chile, así como el fortalecimiento de la derecha y la extrema derecha en la región y el mundo, lo más conveniente es que nos siga rigiendo, más que un contrato social, que también, fue un acuerdo de paz, en el que, sin embargo, quedaron por fuera algunas facciones que posteriormente pretendieron ser parte de la comunidad política nacional, y que se incorporaron finalmente a ella en 2016 con la firma del acuerdo en el teatro Colón.

 

Aun así, si aceptamos la tesis de que en el 91 se firmó un contrato, este sería de carácter limitado, pero claro. Limitado en el sentido de que, como se dijo, no todas las agrupaciones sociales hicieron parte de él, pero claro al sentar las bases de, sino de lo que somos, de lo que queremos ser. Es decir, fue un acuerdo para la convivencia pacífica en el territorio colombiano que, sin embargo, rápidamente se fue resquebrajando, mediante una seguidilla de reformas que, solamente en los 5 primeros años de vigencia, ya contaban seis. Incluso el mismo Samper, el más de izquierda de entre los tradicionales, en su gobierno propuso sin éxito grandes cambios al contrato recién firmado.

 

Pero el gran quiebre de este limitado contrato social tuvo lugar más adelante con las sucesivas leyes y reformas constitucionales que negaron los derechos a los que se había acordado que todo individuo colombiano iba a tener la posibilidad de acceder. La mercantilización del derecho a la salud, la reforma laboral del 2002 que eliminó derechos laborales básicos, y especialmente la reelección, que abrió la puerta para que el diseño institucional de la Constitución de 1991 se corrompiera desde adentro, son ejemplos de cómo alguna elite intentó, y logró en alguna medida, hacer una contrarreforma, y con esto incumplir el contrato social que había sido firmado. La constitución del 91 se hizo agua, vital para nuestro cuerpo nacional, pero se escapó entre las manos con cada reforma que se hizo.

 

El incumplimiento, como lo recordarán, implica disolución, y las protestas que se han denominado como el “estallido social”, que realmente localizaron un problema mundial, fueron muestra de lo maltrecho de nuestro contrato. Cada marcha realizada era un paso más en el camino a la disolución, y al consecuente establecimiento de un nuevo orden. En esa coyuntura estuvimos cerca de obligar una reestructuración mucho más profunda de las instituciones de lo que se hizo en 1991, pero el destino así no lo quiso. Esta crisis institucional, que agravó aún más una enfermedad humana, recibió a último minuto cuidados intensivos, y así, milagrosamente, el orden siguió siéndolo: nada cambió.

 

Es entonces cuando, producto del generalizado descontento, la derecha contrareformista, que indudablemente tuvo un fuerte apoyo en su auge a principios de siglo, pierde estrepitosamente las elecciones del 2022, y a segunda vuelta de las elecciones presidenciales pasaron dos reformistas que proponían algunos cambios en el modelo económico con el que se ha manejado el país en las últimas décadas. Claramente, uno de estos candidatos, el hoy presidente Petro, más estructurado en su pensamiento y desorbitado de las estructuras políticas tradicionales, ganó.

 

Así surge el Plan Nacional de Desarrollo Colombia, Potencia Mundial de la Vida, 2022-2026, como un medio para, en palabras del presidente, “hacer realidad la constitución de 1991”. Es decir que esta propuesta de gobierno pretende retomar las bases por las cuales se buscó constituir en el país un orden tal que permitiera la sana y segura convivencia en el territorio colombiano, mediante la garantía de una amplia gama de derechos individuales y colectivos, políticos y sociales.

 

Es así como el Plan Nacional de Desarrollo, más que un contrato social, que una constitución de un nuevo orden, lo podemos entender como una enmienda, en el sentido de una reparación al consenso, al ser propuesto por la facción que se ha intentado excluir con las contrarreformas, pretendiendo así reestablecer derechos mínimos ya acordados con antelación.

 

El problema aquí radica en que es una enmienda con una vigencia clara, con una fecha de caducidad, de consumo preferente. Pasados cuatro años de su puesta en marcha, en el 2026, en el escenario en que no gane un sucesor del gobierno actual, sus ideas desaparecerán del ordenamiento jurídico y el nuevo ejecutivo ya no tendrá esta visión sino otra, más conservadora quizás, para cambiar el país. Por supuesto que podemos creer que el Plan Nacional de Desarrollo tiene una visión más amplia, de más de cuatro años, seguramente sus líneas generales fueron construidas con este objetivo, pero no podemos asegurar que pasado el 2026 seguirá siendo vigente. Volveremos a los lineamientos deformados del 91.

 

Debemos, entonces, distinguir entre el consenso mínimo que requiere Colombia y lo que nosotros, como grupo social, le proponemos. No es lo mismo lo que queremos como país, que lo que queremos hacer con el país. Imponer nuestro punto de vista como el único fin político posible para la nación es seguir los mismos pasos, cometer los mismos errores, que nos llevaron donde estamos, y esto no tiene ningún mérito. No hay que ser ilusos en cuanto a creer que todos quieren lo que queremos; ni creer que por esa razón ellos están equivocados.

 

En este sentido, el Plan Nacional de Desarrollo Colombia, Potencia Mundial de la Vida, 2022-2026, como base ideológica de una teoría política progresista tiene mucho sentido. Claro que quisiéramos que este grupo de ideas fueran el consenso de todos los individuos colombianos, ¡qué gran nación construiríamos!, pero debemos entender que por el momento esto es imposible, y queriéndola democrática como lo hacemos, es también poco conveniente. La lucha de contrapuestos, no se le olvide, amigo marxista, es el motor de la historia. Y no caigamos en la falacia de que la historia se acaba; sólo lo hará cuando esta esfera que gira alrededor del sol muera, si es que antes no llegamos a otra esfera similar.

 

Dos anotaciones deben hacerse antes de cerrar este escrito. La nueva derecha neofascista avanza por el mundo porque la izquierda ha retrocedido y la primera, a diferencia de esta, ha sido capaz de entender las demandas de algunos grupos sociales que en otra época se veían representados en la izquierda; basta ver el apoyo sindical al reciente triunfo en Estados Unidos. Por esto, por un lado, es necesario que se considere ampliar el programa progresista para recoger la masa de trabajadores cualificados, no necesariamente sindicalizados, pero que son víctimas de la explotación del sistema; en todo caso, la política de nicho es un problema para una pretensión nacional. Por otro lado, también debemos aprender, o mejor retomar, la idea de hegemonía: si quisiéramos que una base ideológica de una teoría política progresista se extendiera por toda la población, recordando nuevamente a Gramsci, debe avanzarse en el ámbito cultural.

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