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¡Ojo Con Vicky Dávila, o con los de su Calaña!

Por: Camilo Andrés Delgado

 

 

Desde que Vicky Dávila dejo de lado su faceta de periodista para, de lleno, ponerse la careta de política y aspirar al cargo público más importante del país y, más aún, con cada pronunciamiento y anuncio que hace, han surgido una serie de críticas a su persona, a sus aspiraciones y a sus posibilidades de lograr algo más allá que una segura derrota.

 

En democracia nadie puede decir que seguro va a ganar, así como nadie puede decir que seguro el otro perderá. Así que demeritar a un corredor en una carrera que apenas inicia es, por lo menos, poco inteligente. Más aún cuando competidores en otros escenarios, con menos reconocimiento y recursos que Dávila, han arrasado a sus contrincantes, como es el caso de Milei en Argentina. Pero esto no es lo único en lo que se parecen estos dos personajes.

 

Sin embargo, antes de revisar estos poco claros parecidos, me gustaría revisar el discurso de Dávila, sus propuestas, su construcción de imagen, lo que esbozó en su Carta a los Colombianos que, me parece, no ha sido suficientemente bien entendido por los opinadores y los “periodista críticos”. En primer lugar, es fácil evidenciar una pretensión identitaria, aunque sea difícil de dimensionar porque no tenemos los choques culturales de Europa o Estados Unidos. Esta se éntrele en su alusión a lo que para muchos en la actualidad es fuente de una identidad nacional: los deportistas históricos, los actuales y los músicos más sonados, así como la distancia con lo cualquier colombiano “de bien” puede odiar: el narcotráfico y la corrupción.

 

Pero esta, como sería de esperarse y algunos pretenden plantear, no es una identidad alineada con la élite política en general, ni con los más ricos, ni tampoco con la política tradicional; el ataque a Juan Manuel Santos conjuga esta triple distinción –al decirle riquito bogotano-. Realmente, pretende ser una persona del común, sin lujos, hecha a pulso, que se enfrenta al poder, aunque eso le perjudique. Es, entonces, una colombiana más, que pretende hacer lo que está en sus manos para ayudar y mejorar el país.

 

La periodista está a favor del pueblo, de las víctimas, de los militares, y en contra de los malos, de la guerrilla, los paramilitares. Es, también, un clásico discurso divisor entre un amigo y un enemigo. Esto, puede pensarse, es una obvia distinción, pero en Colombia se han desdibujado las identidades políticas, o se han construido desde otros patrones. Por eso, en el imaginario colectivo, mientras todo lo de izquierda es guerrillero, todo lo de derecha es paramilitar, y es bueno o malo según la perspectiva que se tenga. De aquí el sectarismo, el negacionismo de la derecha y los errores cometidos por el gobierno relacionados con la guerrilla y la izquierda internacional.

 

La periodista se vende como alguien que conoce a Colombia, que ha sido testigo de todas sus penurias, tragedias y momentos más oscuros, como las masacres, los fracasos de los procesos de paz, los falsos positivos y los escándalos de corrupción más grandes, que ella misma ha denunciado aun en contra de su propio bienestar, siempre en favor de la verdad, como sucedió con la comunidad del anillo u Odebrecht. Pero también que conoce lo bueno de la gente, lo fuertes que son las víctimas, quienes guardan la esperanza de un futuro mejor. Es, así, según la narrativa, un ser humano cercano, que sufre con los que sufren, y que ríe con los que ríen. Este es un discurso simple, fácil de defender, nadie se podría coherentemente oponer a él sin caer en un dilema moral que desnudara alguna pretensión oculta de defender intereses “malignos”. Ahí está su virtud.

 

Para algunos opinadores, la candidatura no tiene propuestas, simplemente porque no tiene un plan económico detallado o una cartilla que pormenoriza sus ideas políticas. Esto es un error en dos sentidos, por un lado, al creer que no ha plasmado una visión política clara -y alguna pretensión económica- en lo que ha dicho y, por otro lado, en creer que es una cartilla la fuente de conocimiento que el pueblo usa para decidir su voto.

 

Vicky Dávila tiene muy clara la solución que le propone al país, y consiste en una fórmula ya conocida: mano dura, legalidad y apoyo a los pobres. En su carta dice que el crimen continuará mientras “no se enfrente con determinación, valor y aplicando toda la fuerza de la ley y la Constitución. También, mientras a los pobres solo se les utilice para ganar elecciones y se les abandone desde el poder”.

 

Una frase, creo yo, resume su pretensión política: al hablar sobre el caso Odebrecht, y la relación de Oscar Iván Zuluaga y Juan Manuel Santos con la empresa brasileña, dice que lo ocurrido “es la degradación de la política, el cambio de valores democráticos por negocios inmorales”; a continuación menciona que conoce lo mejor y lo peor de los políticos, y que la mayoría de ellos se han dejado llevar por la corrupción que se roba al Estado, seguido, no sé si por casualidad, aparece una foto de ella con el expresidente Gaviria.

 

La candidata es entonces, no solo una adalid contra la corrupción y la política tradicional, sino también una restauradora de valores políticos que necesita tanto la sociedad como la dirección del Estado; es, si se quiere, una propuesta de desprendimiento de la política y la económica, que no comprenden los neoliberales tradicionales; es, si se quiere, un paralelo con la extrema derecha europea que ha avanzado en los últimos años, que ya no está preocupada por el crecimiento económico tanto como por la reivindicación de ciertos valores fundamentales, como la familia, la religión o la nación.

 

Para la candidata, la familia y los valores tradicionales son el núcleo por el cual la sociedad gira, y gracias a los cuales ésta avanza, así como el trabajo, la educación, el esfuerzo duro y la esperanza de un futuro mejor, son el combustible del motor que lleva a los colombianos, y especialmente a los jóvenes, a construir un país próspero. Para ella, todos estos valores se han perdido, degradado o corrompido.

 

El resultado de esta degradación política y la pérdida de valores produjo el triunfo de la izquierda en el 2022, permitido, además, por la incapacidad de la política tradicional de responder a las necesidades de la población. El triunfo de la izquierda es una “debacle política”, fruto de las necesidades insatisfechas de los ciudadanos. Entonces, evidentemente, el problema para Dávila no es la derecha, no son sus valores, ni sus políticas, tampoco son un problema en sí los políticos tradicionales, el problema es que no respondieron a las necesidades del público. Así, la izquierda en el poder es un accidente, es el ascenso de una ideología corrupta, que se vendió como un cambio que no ha ocurrido, es decir que tampoco han solucionado los problemas de la gente. Está ideología corrupta también fue destapada por Dávila, con los “petrovideos”, las acusaciones al hijo del presidente y el caso UNGRD.

 

Retomar el buen camino, “resetear la policía”, volver a los valores tradicionales, “equiparar las prioridades de los políticos con las necesidades de la gente”, unirnos como nación, alejarse de la izquierda y de la derecha tradicional, es lo que su proyecto político propone. Es, según la carta, seguir a los vecinos de la región que han avanzado, seguramente aludiendo a Argentina, donde más de la mitad de la población vive en pobreza.

 

También tiene alguna pequeña propuesta económica, que hace unos meses hizo pública, cuando era directora de Semana. Se trata de un discurso económico simple, que a cualquier ciudadano le parecerá obvio y aceptable, el 10-10-10. in embargo, sus propuestas económicas están por desarrollarse, de la mano de un grupo de “economistas” qué ven a la empobrecida Argentina de Milei como modelo. Así, claramente, aún es necesario que tanto las ideas políticas, como las propuestas económicas, sean aterrizadas, concretadas, deben ser traducidas a la realidad; pero existen, son claras, es fácil ver el atractivo que para cualquier colombiano del común puedan tener.

 

Francamente no puedo vaticinar qué tan bien le va a ir a Dávila en esta campaña. Muchas de estas ideas, que han conjugado un discurso clasista, racista y xenófobo en otras latitudes, no calaron a la primera en la población de estas zonas, como es el caso de Francia, donde la familia Le Penn lleva décadas promoviendo sus ideas racistas. Pero con los años han competido para convertirse en los imaginarios generalmente aceptados, y han triunfado en esta pretensión, pues incluso las socialdemocracias más consolidadas han buscado la implementación de medidas antinmigración -como es el caso de Finlandia y Dinamarca-, socavando así la democracia, la libertad, la igualdad, el respeto por la diferencia y la garantía de derechos.

 

No quiero que se entienda que defino a Dávila con estos adjetivos, aún es pronto para saber si su discurso evolucionara hacia allá. Pero es un germen, un germen qué se puede expandir y convertir en epidemia, como ha sucedido en Europa. Por esto, hay que cuidarse de ella y de los que podrán llegar con esas ideas más adelante, de manera más extrema, menos democrática, más peligrosa.

 

Volviendo a Milei y Dávila, es evidente que la segunda quiere asimilarse al primero, aunque realmente  dista mucho de las propuestas políticas del argentino, a quien poco le interesa la familia, los valores distintos a la competencia, el Estado como defensor de principios, las oportunidades para los jóvenes. Milei plantea una única solución para los problemas económicos y políticos: el mercado; Dávila defiende los valores tradicionales y al Estado como garante de la economía. Esto sin mencionar las diferencias en la sociedad colombiana y argentina, así como los contextos económicos y políticos.

 

Pero esta comparación se complejiza aún más si observamos a Trump, a quien Milei admira profundamente, pero quien considera que el Estado es fundamental para defender sus convicciones, con medidas represivas y aranceles. En otro contexto, para Milei, Trump serio otro “zurdo de mierda” que usa el estado para beneficiar a “la casta”.

 

¿Se puede decir entonces que todos estos líderes son de “extrema derecha”? ¿Cómo se mete en el mismo saco a Milei, Trump y a Bukele, para quien la inversión pública -el terror de los Milei- es fundamental en sus políticas, sin mencionar a los europeos, y ahora a Dávila? ¿Qué es la extrema derecha? ¿Es extrema? ¿Es derecha?

 

No pretendo responder a estas preguntas aquí, solo plantear algunas claves que parece que están pasando de alto algunos analistas del país. En primer lugar, el concepto: no parece productivo pelear con los términos, que más que contenidos políticos, son referencia para un común entendimiento, como sucede con el término “izquierda woke”. Así, la “extrema derecha” es un grupo de políticos que han plantado frente a la política tradicional de sus países desde una visión de restauración moral. En otras palabras, han promovido lo que se ha denominado “batalla cultural” –que ya ha tenido eventos en Colombia– contra la hegemonía liberal del universalismo, la multiculturalidad, la inclusión y el mercado como organizador de la vida política.

 

Aunque no tienen propuestas conjuntas, y en algunos casos son disímiles, sí que tienen similitudes desde una perspectiva económica, moral y en cuanto a su estrategia populista. Ha sido así la génesis de una reconfiguración de ideologías, según la cual la contraposición entre conservadores-liberales vs izquierda, ha pasado a entenderse como una contraposición liberales-izquierda vs derecha. Este proceso ha sido facilitado por la misma izquierda, que no ha podido plantar propuestas diferentes a las del statu quo, limitándose a aceptar el mercado capitalista y el Estado austero, diferenciándose de los liberales solo en el hecho de los grados de libertad y la pretensión de incluir a grupos marginados, olvidándose de los grupos tradicionalmente oprimidos por el sistema político y económico.

 

Es esta la razón de que, por ejemplo, sindicalistas apoyaran a Trump, así como una amplia clase medio trabajadora, no profesional, que ha visto sus condiciones socioeconómicas muy desmejoradas, y desatendidas por gobiernos que se han preocupado por promover la inclusión de grupos sociales a los circuitos políticos, económicos y sociales, y no se han preocupado por buscar soluciones a los problemas estructurales en la sociedad y el mercado que producen hondas desigualdades que afectan a un gran número de personas en el mundo. Otro ejemplo es la cercanía de grupos gays a la extrema derecha alemana, que no debe leerse como un apoyo debido a su disidencia sexual, sino a pesar de ella, por sus condiciones económicas y sociales.

 

Es en este contexto que, en Colombia, Dávila ha encontrado un espacio político –ya preparado por otros políticos– para promover su candidatura, pretendiendo defender los valores que se han perdido y buscar el bienestar social que no ha alcanzado la derecha tradicional. Además, no hay que desconocer que tienen una campaña bien financiada, respaldada por un grupo económicamente muy importante. Y, no solo se opone a la izquierda, como dicen los opinadores y “periodistas críticos”, también pelea con la derecha; la candidata se posiciona en contra de “la casta” de derecha y de izquierda que no le ha solucionado los problemas al país.

 

Sin embargo, ya no basta ser la Pepsi de la Coca-Cola, como le escuche a un analista político español, es necesario propuestas concretas que solucionen problemas reales del país, y ese, a diferencia de Milei o Trump, es el reto de Dávila: debe tener la capacidad de recoger estas líneas generales que se han mencionado y convertirlos en propuestas serias y realizables. Además, si la izquierda no recuerda que el ejercicio político se trata de valores culturales compartidos, como lo plantea ni más ni menos que Gramsci, y no simplemente de propuestas económicas que cumplan con los imperativos liberales, perderá el relativo protagonismo que ha ganado a nivel mundial, especialmente en con la socialdemocracia europea, y en Colombia no sólo no ganará nuevamente en el 2026, sino que quizá no vuelva al poder nunca.

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