Centro CIAM

El sindicalismo en la era de la globalización

Por: Daniel Alejandro Cerón

Dirección de Investigaciones -CIAM-

 

 

La política sindical ha sido, es y seguirá siendo un fenómeno transformacional y revolucionario: un fenómeno sociopolítico que no cesa de evolucionar con el paso del tiempo. Desde la Revolución Industrial del siglo XIX en la vieja Europa, cuando los sindicatos surgieron para enfrentar las difíciles condiciones laborales impuestas por la burguesía de aquel entonces, pasando por la lucha en torno a la conquista de los derechos básicos o fundamentales, hasta llegar a la pugna por intervenir en el gobierno del Estado de Bienestar durante el siglo XX, la política sindical fue consolidando su rol democrático en la reivindicación y protección de los derechos laborales y en la coordinación de las negociaciones colectivas en torno a las regulaciones del trabajo asalariado. Sin embargo, debido a la complejidad de los ciclos de crisis sistémica que el capitalismo experimenta, y al complejo proceso de la llamada globalización neoliberal, los sindicatos han tenido que adaptarse a nuevas realidades como, por ejemplo, la desregulación y flexibilización del mercado laboral: dos modalidades de impostura relativa al trabajo precario.

 

Resulta, pues, de extremada importancia, para todos los agentes sociales y para todos los actores políticos del campo popular, que a lo largo del tiempo la política sindical haya buscado equilibrar los intereses de la clase trabajadora en su tensión con las dinámicas irreductibles del mercado, así como también en su tensión con las transformaciones sociales producidas por los sucesivos regímenes de acumulación capitalista. La política sindical ha sido, pues, una política de negociaciones entre el trabajo vivo y el capital: una política estratégica pautada, esencialmente, por la articulación deliberativa de los cuestionamientos sociopolíticos lanzados por la clase trabajadora a las condiciones económicas que, por mediación del liberalismo político, el patronato empresarial ha podido decidir bajo las condiciones de la hegemonía burguesa.

 

Uno de los aspectos que juzgo más importantes a la hora de comprender el valor democrático de la política sindical, es lo que se conoce como «derecho de sindicación». Este comenzó a ganar relevancia durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando la clase obrera enfrentaba las condiciones laborales más extremas: situación inhumana que condujo una importante masa de trabajadores y trabajadoras a organizarse en sindicatos como, por ejemplo, la ya “mítica” International Worker’s Association (IWA) que fuera fundada en Londres, Inglaterra, en el año 1864. Así también, entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, otras tantas organizaciones obreras como la Freie Vereinigung deutscher Gewerkschaften (FVdG), fundada en Alemania en 1897, la Conféderation Genérale du Travail (CGT), fundada en Francia en 1895, la Confederazione Generale del Lavoro (CGdL), que nace en Italia en 1906, y la Organización Mundial del Trabajo (OIT) -organismo especializado de la ONU integrado simultáneamente por gobiernos, sindicatos y empresarios-, fundada en 1919, se dieron a la tarea de impulsar social y políticamente las reformas que permitieran reconocer y proteger, jurídicamente, el derecho a la sindicación: derecho sin el cual no habría negociaciones posibles entre el trabajo vivo y el capital.

 

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el derecho a la sindicación fue afianzándose, sostenido por la creación de organismos internacionales diversos, como la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL), nacida en 1949 de la mano de organizaciones sindicales procedentes de 148 países; la Federación Sindical Mundial (FSM), fundada en 1945 en París; y la Confederación Mundial del Trabajo (CMT), que en 1968 resurgió de la antigua Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos. Este derecho, comprendido y asumido más allá de las fronteras nacionales, no era sino una táctica política anclada en un espectro estratégico más amplio, el cual encontraba su razón de ser en la lucha por la causa socialista. Durante aquellos años de fervorosa organización proletaria, «socialismo» y «sindicalismo» se entrelazaron con fuerza, pues el primero, como proyecto político, abrazaba la igualdad y la justicia social, percibiendo en el segundo una herramienta fundamental para alcanzar esos ideales.

 

Los movimientos socialistas, en su afán por empoderar a la clase trabajadora, vieron en la organización sindical no sólo un medio para mejorar las condiciones laborales, sino también una defensa frente a las estructuras de poder corporativo y gubernamental que sostenían la explotación del trabajo vivo bajo el yugo del capital. No obstante, esta relación fue bastante compleja y, a menudo, ambigua. En algunos regímenes socialistas, como en la URSS, la República Popular China y la RDA, los sindicatos fueron cooptados por el Estado y transformados en instrumentos útiles para reforzar la agenda del partido único. En contraste, en países como Polonia, Hungría y Checoslovaquia, el sindicalismo independiente se mantuvo como un baluarte fundamental en la lucha popular por los derechos laborales y sociales, abogando, además de ello, por una democratización urgente y necesaria de los sistemas políticos socialistas. Lo que cabría preguntarse ahora es: ¿cuál es la situación contemporánea de la política sindical y del mentado derecho de sindicación?

 

En las últimas décadas, con la intensificación del proceso de acumulación capitalista bajo el signo de la globalización neoliberal, las organizaciones sindicales, como la Confederación Sindical Internacional (CSI), fundada en noviembre de 2006, y la Confederación Latinoamericana de Trabajadores Estatales, establecida desde 1967 y que hoy agrupa a 87 sindicatos de 18 países, han debido enfrentar las contradicciones propias de su época. Estas organizaciones han adaptado sus tácticas y estrategias de lucha política y social para la defensa irrestricta de los derechos laborales en un entorno marcado por la concentración del capital, la mercantilización global y la ofensiva ideológica del capital financiero, configurando un escenario económico, cultural y político bastante complejo y, en muchos sentidos, sumamente adverso.

 

Sin embargo, la ambivalencia inherente a la modernidad capitalista se refleja también en la era de la globalización y de la exclusión. En este contexto civilizatorio, el derecho a la sindicalización enfrenta tanto desafíos como oportunidades. Por un lado, la reproducción técnica de la globalización capitalista abre nuevas posibilidades para la organización internacional de la clase trabajadora, facilitadas por las tecnologías de la información y la comunicación. Este sindicalismo digital ha sido ensayado, por ejemplo, por la Service Employees International Union (SEIU) en Estados Unidos. Plataformas de monitoreo y de trabajo colaborativo como Worker’s Voice, Slack, Trello y Asana han permitido a colectivos obreros vigilar abusos patronales, coordinar huelgas, difundir información y movilizar apoyos. Junto a ello, sitios de crowdfunding como GoFundMe o Kickstarter han posibilitado la financiación autónoma de diversas actividades sindicales. Portales digitales como Labor Notes o mst.org.br del Movimiento Sem Terra (MST) en Brasil, demuestran cómo las tecnologías de la información y comunicación permiten avanzar en la reivindicación y defensa de diferentes derechos sociales. Movilizaciones coyunturales como “Occupy Wall Street” y “Black Lives Matter” han mostrado las posibilidades que las redes digitales han abierto a la movilización social.

 

No obstante, estos mismos procesos de tecnificación comunicacional e informacional que se han producido bajo el capitalismo globalizado generan profundas contradicciones que desafían a la organización social y política del trabajo vivo. La flexibilización contractual del mercado laboral, la precarización asociada a las dinámicas de oferta y demanda, la fragmentación de la clase obrera y las presiones políticas, económicas y culturales de las corporaciones transnacionales tienden a debilitar el poder social y la efectividad asociativa e institucional de la forma-sindicato. Así, la ambivalencia estructural de la modernidad contemporánea se manifiesta en la intrincada coexistencia entre los avances y los retrocesos de las luchas sindicales por los derechos laborales: coexistencia determinada, en última instancia, por las tensiones existentes entre el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción tal y como estas se manifiestan bajo las actuales condiciones del régimen de acumulación capitalista. Ejemplos recientes de estas luchas incluyen las huelgas en la industria textil de Dhaka (Bangladesh) en 2022, las protestas en la región minera de Arequipa (Perú) en 2023, y las movilizaciones de trabajadores del sector de servicios ese mismo año en diversas ciudades sudafricanas como Carletonville, Johannesburgo y Ciudad del Cabo. Estos eventos son indicativos a propósito de los desafíos contemporáneos que se imponen al campo popular y de la urgencia por intensificar la lucha política y social de las organizaciones sindicales en el siglo XXI.

 

Otro aspecto que hemos de considerar con respecto al derecho de sindicación en la actual era de la globalización neoliberal -que también es una era de profunda exclusión- es cómo la expansión de las cadenas de suministro globales y la creciente movilidad del capital trasnacional han intensificado la extracción de plusvalía y el sometimiento de la clase trabajadora. Las empresas capitalistas, en su afán por maximizar la tasa de ganancia, trasladan la producción a países con menos regulaciones laborales, lo que les permite aumentar dicha tasa recurriendo a un aumento de la plusvalía relativa: por ejemplo, la producción de cacao en Costa de Marfil y Ghana, que abastece a grandes marcas de chocolate que operan a nivel global -como Nestlé y Barry Callebaut-, frecuentemente recurre a trabajo infantil y a condiciones laborales de explotación extremadamente inhumanas para hacerlo. Como resulta evidente, estas corporaciones trasladan parte de su cadena de valor a estos países precisamente porque los bajos salarios y la falta de regulaciones laborales efectivas permiten una mayor extracción de valor. A pesar de algunas iniciativas para mejorar tales condiciones a favor del trabajo vivo -como el Protocolo Harkin/Engel formado el 19 de septiembre de 2001 (Convenio 182 de la OIT)-, la presión que el capital transnacional ejerce para reducir los costos de producción y aumentar los márgenes de ganancia perpetúa la explotación y las condiciones de radical deshumanización del trabajo.

 

En la industria electrónica e informática sucede algo similar. Empresas como Apple y Samsung subcontratan la producción a fábricas localizadas en China y en otros países con regulaciones laborales laxas. Un caso extremo sucedió en 2010, año en el que tuvieron lugar una serie de suicidios entre los trabajadores de Foxconn (un importante proveedor de empresas como Apple, Dell, Hewlett-Packard, Motorola, Sony o Nintendo), lo cual puso de presente las duras condiciones laborales y las largas jornadas que caracterizan la explotación intensiva en el marco de la industria informática y electrónica. La búsqueda de costos más bajos a través de la subcontratación y la externalización de la producción se traduce en una mayor extracción de plusvalor, por supuesto, a costa de los derechos laborales de los y las trabajadoras de diversas partes del mundo. Este complejo proceso, guiado por la lógica capitalista de reducir costos a cualquier precio, ha llevado a la erosión de los derechos laborales y atenta contra el derecho de sindicación pues, al externalizar y reubicar sus operaciones en regiones donde pueden pagar salarios más bajos y evitar el cumplimiento de los beneficios y prestaciones sociales, diversas empresas refuerzan la precariedad, la desigualdad, la subordinación, la opresión y la exclusión de la fuerza de trabajo global en beneficio del capital transnacional y de su búsqueda incesante de mayor acumulación.

 

En la vasta telaraña de la globalización neoliberal, donde el capital transnacional fluye sin fronteras y las corporaciones despliegan su acumulación de riqueza y poder en múltiples frentes, los sindicatos no cesan de forjar alianzas transnacionales como levantando espadas en alto, alistándose para librar una cruenta batalla. Un caso que valdría la pena mencionar es el de la Alianza Sindical Mundial Amazon de UNI, a pesar de las enormes asimetrías entre el poder político y económico de la corporación, y el limitado poder asociativo de las y los trabajadores. El trabajo vivo, antes aislado en su trinchera local, hoy -como ayer- quisiera alzar su voz en coro, con millones de almas alrededor del mundo, tejiendo una red indestructible de solidaridad y resistencia globales. La historia reciente de los movimientos sociales nos ofrece otros ejemplos claros de esta resistencia global. En 1999, durante las protestas en contra de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle, trabajadores, activistas y sindicalistas de diversas partes del mundo se unieron para desafiar un sistema económico-mercantil que priorizaba los beneficios de las élites económicas globales por encima de los derechos de los trabajadores y trabajadoras del hemisferio occidental. Este “Batallón de Seattle” marcó un punto de inflexión en la historia de las resistencias contemporáneas (las del altermundismo), mostrando cómo la cooperación internacional podía amplificar la voz del trabajo vivo en el escenario global de luchas populares en torno a la justicia social. A partir de esa experiencia y a través de la cooperación transnacional, algunos sindicatos podrían constituirse como cuasi-“ejércitos” sin banderas nacionales, alrededor de los cuales cada marcha y cada huelga resonaría con la fuerza de un trueno en todos los rincones del globo. Ello sería, sin duda alguna, un avance decisivo de la democracia en el campo popular.

 

En nuestro tiempo las campañas laborales de la militancia sindical podrían desplegarse con precisión, simulando las estrategias militares de la lucha insurgente en otro tiempo, pero desafiando la maquinaria despiadada del capitalismo globalizado a través de la democracia popular. Un ejemplo de esa posibilidad fue la huelga de trabajadores y trabajadoras en las fábricas de ropa de Bangladesh en 2013, que, tras el trágico colapso del edificio Rana Plaza, desencadenó una intensa oleada de solidaridad global en nombre de los derechos humanos y de su protección en los lugares de trabajo. Sindicatos y organizaciones de todo el mundo exigieron mejores condiciones laborales, forzando a gigantes de la industria de la moda a rendir cuentas y a firmar acuerdos con el objetivo de mejorar la seguridad en sus fábricas. Este tipo de movimientos trascendieron las fronteras nacionales, reclamando lo que es apenas justo: el respeto por la dignidad y los derechos inalienables de la clase trabajadora en cualquier lugar del mundo.

 

Es por lo anterior que en un entorno hostil -el de la modernidad capitalista y neoliberal-, donde las fronteras nacionales ya no son barreras infranqueables, la unión de los trabajadores y trabajadoras -como antaño- ha de trascender las lenguas y las culturas, encendiendo el fuego de una revolución democrática y de una justicia social sin precedente en el corazón de la globalización misma. No sólo desde el punto de vista de la tradición obrerista -ya sea de corte socialista, comunista o anarquista- como en las manifestaciones globales del Primero de Mayo; sino también desde el punto de vista de las recomposición de las clases sociales, la cuál se expresa en las luchas sindicales que tienen lugar en la industria tecnológica -como la de los trabajadores y trabajadoras de Google en 2018, quienes protestaron contra la irresponsabilidad de la empresa en casos de acoso sexual-: ello refuerza la idea de que la solidaridad transnacional es, sin duda alguna, una herramienta vital en la lucha democrática del campo popular en contra del sistema de inequidades que se expande gracias a la diseminación del capitalismo globalizado.

 

Sin embargo, para nadie es un secreto que en este vasto campo de batalla global las banderas de la justicia laboral ondean con desigual intensidad. Mientras en algunos rincones del mundo las leyes laborales se erigen como fortalezas impenetrables, resguardando con firmeza los derechos de los trabajadores y trabajadoras, en otros, tales leyes apenas son débiles cercos que el viento huracanado del capital trasnacional derrumba sin mayor problema. La historia reciente está plagada de ejemplos que reflejan esta enorme disparidad. En países como Dinamarca y Suecia las legislaciones laborales se han convertido en bastiones de protección para la clase trabajadora, ofreciendo condiciones que permiten establecer un cierto equilibrio entre la vida laboral y vida personal, con altos estándares de seguridad social y salarios razonables. En contraste con ello, en lugares como Bangladesh o Vietnam, donde la industria manufacturera ha crecido rápidamente bajo la presión de las cadenas de suministro globales, las leyes laborales son apenas un susurro frente al estruendo de la producción masiva que es impulsada por la búsqueda de costos más bajos. El colapso del Rana Plaza en 2013 es apenas un recordatorio trágico de cómo la debilidad de las regulaciones laborales y la presión económica del gran capital pueden llevar a la hiper-explotación y a la tragedia humanitaria.

 

Es por causa de aquella disparidad que las tensiones entre las fuerzas colosales del mercado capitalista y las frágiles defensas locales del trabajo vivo se manifiestan en cada rincón del mundo donde la desigualdad social prevalece, revelando así un paisaje desigualitario marcado por la hondura de las grietas sociales donde la clase trabajadora lucha todos los días por sobrevivir. En Estados Unidos, por ejemplo, la lucha social adelantada por los trabajadores y trabajadoras de Amazon para formar sindicatos y mejorar sus condiciones laborales ha sido un claro reflejo de cómo las corporaciones gigantes no tienen mayor problema para resistir a esas demandas sociales de la clase trabajadora y debilitar los esfuerzos de la organización sindical: a menudo con tácticas intimidatorias y represivas que ultrajan los derechos humanos y que desafían a la democracia popular.

 

La disparidad en cuestión es el reflejo amargo de un sistema-mundo que, bajo la máscara de la globalización neoliberal, perpetúa la explotación del trabajo vivo en nombre del progreso económico -siempre signado por los interéses corporativos y por el imaginario social cultivado por la élite empresarial-, dejando a millones de trabajadores y de trabajadoras a merced de la incertidumbre y de la contingencia, donde la protección sindical se convierte en un lujo que pocas personas pueden permitirse. En regiones como África subsahariana o el sudeste asiático, donde las cadenas de producción globales obtienen mano de obra más barata, las protecciones laborales son casi inexistentes, y la clase trabajadora enfrenta extremas condiciones de explotación, con jornadas laborales extenuantes y con salarios de miseria. Así, la lucha por un mundo más justo tiende a fragmentarse, chocando con las murallas invisibles que el capitalismo globalizado erige en su implacable avance e instalación ampliada. Las protestas de los trabajadores de la industria textil en Camboya, o las huelgas de los jornaleros en México, son ejemplos de batallas aisladas que, aunque son muy valientes, a menudo enfrentan obstáculos insuperables en su búsqueda de equidad, dignidad y justicia social.

 

Todos los casos que he mencionado nos recuerdan que la batalla por la dignidad del trabajo vivo es tan interminable como desigual, y que en un mundo donde la globalización neoliberal se ha convertido en un arma de doble filo, la justicia laboral sigue siendo una bandera que no todas las personas pueden levantar con la misma fuerza, a pesar de que es una demanda de los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo. De ahi que el futuro de la democracia porvenir y de los actores que han de darle contenido y movimiento, no puede dejar a un lado estas luchas y desconocer el enorme valor democrático-popular de la lucha sindical.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

back to top